La vez que una pintura me dijo qué hacer

Fotografia entregada por Olivia Zepeda
Traducido por Cris Avitia Camacho
UCLA no fue mi primera opción. En la preparatoria, mi sueño era estudiar Relaciones Internacionales en la Costa Este, conseguir un trabajo en DC, trabajar en una ciudad semi-tranquila y vivir un estilo de vida suburbano: el clásico sueño americano blanco. Casi creí haberlo logrado, pero cuando me vi obligade a sentarme conmigo misme y tomar una decisión, me di cuenta de que no podía. No quería hacerlo. Quería que alguien más me lo dijera. Esperé una señal.
En 2021, visité el Museo Smithsonian de Arte Americano en Washington, DC por encargo de mi maestra de Ética y Liderazgo. Se suponía que debía visitar la exposición temporal sobre escritoras influyentes a lo largo de la historia, escribir una reflexión y regresar al edificio residencial para recibir más instrucciones. Aunque completé mi tarea y ya iba en camino de regreso, al salir por las puertas dobles de la exposición sentí una fuerte atracción por la sala que quedaba justo al frente.
Era curiosidad, sin duda, pero también una obligación moral de deambular sin rumbo por un rato mientras intentaba parecer agradable y misteriose. Aun así, mientras caminaba por el pasillo y pasaba por cada sala llena de arte intrincado en paredes coloridas, sentía como si ya supiera exactamente a dónde iba.
Me detuve en una sala con paredes verdes y moradas. Al observar cada pieza, los tonos marrones de los rostros, los naranjas oscuros, azules profundos y amarillos brillantes me cubrieron como una cobija gruesa y pesada con un tigre. Por alguna razón (estaba rodeade de caras morenas), cada pieza me resultaba familiar. Leí las placas y entendí por qué.
A 4,300 kilómetros de mi casa en Los Ángeles, encontré a Los Ángeles. Cada pintura representaba calles llenas de gente en pueblos grandes y pequeños, vecindarios repletos de trabajadores de Estados Unidos. Escenas de barberías, tendederos colgando de edificios y ferias de barrio contaban las historias de estadounidenses comunes durante los años 30. Di la vuelta por la sala y finalmente estuve frente a frente con quien me había estado llamando desde el otro lado del museo.
Probablemente tiene el retrato más feo que he visto en mi vida. Un joven bajito —que parece más sucio que moreno— con pantalones demasiado cortos para cubrir sus botas manchadas de lodo, está un poco más alto que la cerca metálica a su derecha. Detrás de él, una choza deteriorada contrasta tristemente con el cielo dorado del fondo.
“El Tamalito del Hoyo” es su nombre y el título de mi pintura favorita en todo el mundo. Su creador, Roberto Chávez, nació en Los Ángeles en 1932. Las pinturas de Chávez ilustran sus recuerdos de crecer en el Este de L.A., y aunque nunca supo el nombre real de Tamalito, lo recuerda como uno de los vatos del “Hoyo”, donde pasaba el rato cuando era joven.
El día que encontré a El Tamalito marcaba un mes desde que me había mudado a DC para comenzar mi primer semestre como estudiante de penúltimo año de preparatoria. También era la segunda vez que intentaba combatir el “síndrome del impostor”, aunque estar al otro lado del país e inscrite en las clases más difíciles que había tomado hacía que esta oleada fuera mucho más fuerte.
La placa junto a Tamalito dice: “Este retrato también funciona como un homenaje a los residentes y comunidades méxico-americanas de Los Ángeles.”
En un momento en que dudaba de mi capacidad para mantenerme a flote, Chávez me obligó a mirar al hombrecito más feo del mundo, recordándome que tal vez me sentía tan mal como se veía Tamalito —pero al menos no era feo.
Saber que Tamalito estaba cerca se sentía como si mi comunidad en L.A. me estuviera cuidando desde DC, así que cuando volví a encontrarme en Washington para visitar el campus de una de mis universidades favoritas, supe que tenía que pasar a saludarlo.
Mi experiencia en DC no solo consolidó lo que quería estudiar en la universidad, sino que me hizo reconsiderar todo lo que era posible para mi futuro. Me dio el valor para mudarme de casa y claridad sobre algunas de mis relaciones más importantes. Quería ir a la universidad en DC, pero había otras cosas que también necesitaba considerar.
En 2023, a un mes de graduarme, me paré frente a Tamalito de nuevo, esperando que dijera algo. No lo hizo. Es innecesario decirlo, pero fue una de las mayores decepciones de mi vida.
Me alejé por un momento. Sabía que no podía regresar a L.A. sin tomar una decisión primero. Tenía que comprometerme con una universidad, y tenía que elegir ya. Regresé a la esquina donde estaba Tamalito y lo miré hacia arriba, decepcionade de que no fuera la señal que estaba buscando. Le di unos segundos. Luego suspiré y saqué mi celular. Estaba convencide de que no me iba a dar mi respuesta en ese momento, pero esperaba que Chávez tuviera alguna exposición en California que tal vez me pudiera ayudar más. Quería guardar su nombre en mi historial de búsqueda.
Cuando busqué a Roberto Chávez, varias biografías breves sobre su influencia en el movimiento de arte chicano de la primera ola en el Este de Los Ángeles llamaron mi atención. Era un artista chicano. Cofundó el Departamento de Estudios Chicanos en East Los Angeles College. Su trabajo hablaba de los movimientos políticos que yo había pasado gran parte de mi juventud aprendiendo y abrazando.
Finalmente, Chávez cedió. Después de su servicio militar, en 1961 Chávez recibió una maestría en arte de UCLA. Quería darle una cachetada a la cara fea de Tamalito para quitarle la tierra.
Cuando regresé a casa, lo primero que hice fue aceptar mi carta de admisión a UCLA como estudiante de ciencias políticas. Al aceptar la oferta, también me hice una promesa: que regresaría a DC en el futuro. Conocía el programa UCDC Quarter in Washington, y sabía que lo iba a hacer.
Mientras escribo este artículo, estoy sentade en una banca de madera junto a Tamalito en el primer piso del ala sur. Su placa aún no se actualiza para reflejar la muerte de su creador, quien falleció en diciembre del año pasado.
Ahora es mi último trimestre como “junior” en la universidad, y he pasado las últimas semanas como Becarie de Investigación y Políticas Públicas en la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC), investigando legislación federal y estatal que afecta a inmigrantes indocumentades en todo el país.
Recientemente, un colega y yo publicamos nuestro trabajo en el Maryland Reporter, donde explicamos el impacto potencial del Maryland Values Act y el precedente que sienta para otros estados del sureste.
Estoy más que agradecide por la oportunidad de estudiar en DC y trabajar con la organización de derechos civiles latinos más antigua del país. Aunque no habría logrado lo que he logrado sin el apoyo incondicional de mis mentores, la lección más grande que he aprendido desde la primera vez que estuve en DC hace cuatro años, es que estamos limitades por lo que creemos merecer. Confía en que sé que hay fuerzas fuera de nuestro control que afectan nuestra capacidad de lograr cosas. Confía en que he hecho de mi vida un trabajo dedicado a facilitarle el camino a la siguiente generación. Nunca deberíamos ser esa fuerza que se interpone en nuestro propio camino. Encuentra a Tamalito.